De una mujer
de un castillo
de una soledad.
Esto no es amanecer. Este sol radiante de otoño es solo lo que llega después de la noche anterior que precedió a la anterior y a la anterior y así hacia atrás, hasta hacer de esto de vivir algo terco y agotador. La vida no son cuatro días, es cosa de siglos y ella, quizás porque sus cincuenta y tres años se lo parecen, se acuesta cansada, se despierta cansada, se levanta cansada pero sigue en pie, como yo, con un peso infinito como una decisión a la espalda, un vacío como un abismo en el corazón, y ese permanente recordar que la llena de náuseas el estómago. Cuando está callada apenas se la ve, de pequeña que es, solo su pelo siempre alborotado y del color del sol cuando se va, deja un rastro visible de su paso por la casa. Calla mientras no tiene que fingir para nadie, y hoy, ni siquiera entonces ha hablado, cuando los suyos se levantan y miran de reojo el fuego que ha hecho sobre los rescoldos de ayer y a ella en el patio cerca de sus pensamientos. Ambas cosas hacen de una casa ese lugar a recordar de viejos. Las dos, el fuego y las flores, huelen a calor dice ella. Sin sonrisa, sin ese aleteo al andar que aprendió para elevarse del suelo y mentir, arrastra sus pies hasta el baño, se arregla y anuncia que se va. Sola.