martes, 10 de enero de 2017

Quédate conmigo


De una mujer 
de un castillo 
de una soledad. 



       Esto no es amanecer. Este sol radiante de otoño es solo lo que llega después de la noche anterior que precedió a la anterior y a la anterior y así hacia atrás, hasta hacer de esto de vivir algo terco y agotador. La vida no son cuatro días, es cosa de siglos y ella, quizás porque sus cincuenta y tres años se lo parecen, se acuesta cansada, se despierta cansada, se levanta cansada pero sigue en pie, como yo, con un peso infinito como una decisión a la espalda, un vacío como un abismo en el corazón, y ese permanente recordar que la llena de náuseas el estómago. Cuando está callada apenas se la ve, de pequeña que es, solo su pelo siempre alborotado y del color del sol cuando se va, deja un rastro visible de su paso por la casa. Calla mientras no tiene que fingir para nadie, y hoy, ni siquiera entonces ha hablado, cuando los suyos se levantan y miran de reojo el fuego que ha hecho sobre los rescoldos de ayer y a ella en el patio cerca de sus pensamientos. Ambas cosas hacen de una casa ese lugar a recordar de viejos. Las dos, el fuego y las flores, huelen a calor dice ella. Sin sonrisa, sin ese aleteo al andar que aprendió para elevarse del suelo y mentir, arrastra sus pies hasta el baño, se arregla y anuncia que se va. Sola.

       No conduce con soltura y menos cuando no sabe a dónde. Hoy, la lluvia y la niebla de este día de sol radiante de otoño no son precisamente buenos compañeros de viaje. Asustada, mojada, muerta de frío y sola llega hasta mi. Se sienta frente al puente romano y el río, y el sol en todo lo alto. Mira a la gente llegar sin prisa, de dos en dos como poco; parejas amantes que se tienen a ratos y a los que se les ve apurando con urgencia el instante, conscientes de que no envejecerán juntos, de que hay que vaciarse ahora. Familias de esas de antes, de esas que tienen abuelos y niños y perro incluso.
       Dos parejas, matrimonios amigos, compañeros de compras, de cine y cafés compartidos mientras se va arrugando la piel y crecen los hijos. Gente que ríe, que habla, que se mira mientras suben las cuestas sin observar lo empinadas que son porque se toman del brazo para hacerlo. Tampoco pueden ver la soledad ni el frío de ella, sola, por dentro y por fuera, más por dentro que por fuera, ni ven la niebla ni la lluvia de un día de sol radiante de otoño.
       Ahora, levanta sus ojos hacia mis muros con el mismo esfuerzo que levanta su cuerpo cada mañana y busca la firmeza, los contornos rigurosos y exactos que ve en sus fotografías pero solo encuentra un castillo suspendido en la nada, sin un cielo por encima ni un suelo que le ancle, y llora. Me susurra que la ayude y llora. Se acurruca contra mi, me acaricia con inmensa ternura la piedra fría y llora y me grita que por qué:
       - ¿Por qué mientes como miento yo, por qué te empeñas en demostrar esta absurda fortaleza? Esta constante compañía que no acompaña es mentira. ¿No ves que a los dos nos miran desde fuera, que nunca penetrarán? No saben por dónde y mira si es sencillo, no hay puertas en las almas de aire, tampoco en los castillos de aire, todo está a la vista y no lo ven, no alcanzan. Así que llegan, miran creyendo haber visto y se van. Mira como se alejan..., deja de fingir. Estás solo, solo como yo, solo por dentro y para siempre, solo por voluntad propia. Te impones la soledad como me la impongo yo. Somos iguales, tú también lloras, estás empapado por tus rincones de sombra. Los dos lloramos.
       Silencio de pronto, me acaricia de nuevo, ya sin gritos, mansa de tanta memoria, y se va. Rendida.

       La veo bajar, ahora, más pequeña que cuando llegó, más tambaleante, más sola, más asumida y definitivamente sola, tan sola como la viuda de un dios.
       La gente sigue a mis pies y me rodea pero yo me he quedado solo, con toda mi fortaleza, solo, por dentro y por fuera, con la certeza de que siempre lo estaré.
       Abajo, una mujer pequeña monta en su coche, mira por el espejo retrovisor y me sonríe.
       Su pelo y mis piedras tienen ahora el mismo color, ese que lo inunda todo en días de lluvia y niebla cuando se va el sol radiante de otoño.





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