Natalie GoldBerg ... de Google Pincha en la imagen para más información. |
LOS PRIMEROS PENSAMIENTOS
La unidad base para el adiestramiento en la escritura es el ejercicio por tiempo.
Podéis daros diez minutos, veinte minutos o una hora. Depende de vosotros. Al principio, puede que uno quiera empezar con calma y, después de una temporada, aumentar el tiempo, o meterse ya de entrada con una hora. No importa. Cualquiera que sea el plazo que os hayáis concedido, lo importante es sentirse comprometido a respetarlo y, desde el primero hasta el último momento, seguir las siguientes reglas:
1. Mantened la mano en movimiento. No os paréis para leer la frase que acabáis de escribir. Esto sólo significa poner obstáculos e intentar asumir el control de lo que se está diciendo.
2. No borréis. Esto significaría confundir la creación con la revisión. Aunque hayáis escrito algo que no teníais intención de escribir, dejadlo.
3. No os preocupéis por la ortografía, la puntuación y la gramática. Ni siquiera os preocupéis por quedaros dentro de los márgenes o líneas de la página.
4. Perder el control. No penséis. No os dejéis engatusar por la lógica. Apuntad a la yugular. Si al escribir, sale algo que os da miedo o os hace sentir vulnerables, zambulliros dentro. Probablemente está cargado de energía.
He aquí las reglas. Es importante seguirlas, pues su finalidad es la de abrirse camino hasta llegar a los primeros pensamientos, allí donde la energía no está obstaculizada por motivaciones de conveniencia social o por el censor interno; allí donde se escribe lo que la propia mente ve y experimenta realmente, no lo que ella piensa que tiene que ver o experimentar. Es una gran ocasión para sacar a la luz los aspectos más extravagantes de nuestra mente, para explorar el margen áspero del pensamiento. Igual que cuando rallamos una zanahoria para dar color a una ensalada de col, del mismo modo tenemos que dar al papel el color y matiz de nuestra conciencia. Los primeros pensamientos tienen una energía increíble. Son la forma mediante la cual la mente alumbra algo con un repentino relámpago de luz. Luego el censor interno, normalmente, se apresura a reprimirlos, y es así como vivimos en el mundo de los segundos y terceros pensamientos, pensamientos acerca de pensamientos, a dos o tres niveles de distancia de la conexión inmediata establecida por el primer relámpago.
Pongamos, por ejemplo, que se me ocurrió la frase: Corté la margarita de mi garganta. Acto seguido, mi segundo pensamiento, gracias a un constante adiestramiento en la lógica de 1+1=2, por educación, miedo o embarazo frente a la espontaneidad, sería: Es ridículo. Suena como un suicidio, como alguien que se corta la garganta. No puede ser. Te tomarían por loca. Y entonces, si le dejamos la iniciativa al censor, escribiremos: Me dolía un poco la garganta, y no dije nada.
Respetable pero aburrido.
3. No os preocupéis por la ortografía, la puntuación y la gramática. Ni siquiera os preocupéis por quedaros dentro de los márgenes o líneas de la página.
4. Perder el control. No penséis. No os dejéis engatusar por la lógica. Apuntad a la yugular. Si al escribir, sale algo que os da miedo o os hace sentir vulnerables, zambulliros dentro. Probablemente está cargado de energía.
He aquí las reglas. Es importante seguirlas, pues su finalidad es la de abrirse camino hasta llegar a los primeros pensamientos, allí donde la energía no está obstaculizada por motivaciones de conveniencia social o por el censor interno; allí donde se escribe lo que la propia mente ve y experimenta realmente, no lo que ella piensa que tiene que ver o experimentar. Es una gran ocasión para sacar a la luz los aspectos más extravagantes de nuestra mente, para explorar el margen áspero del pensamiento. Igual que cuando rallamos una zanahoria para dar color a una ensalada de col, del mismo modo tenemos que dar al papel el color y matiz de nuestra conciencia. Los primeros pensamientos tienen una energía increíble. Son la forma mediante la cual la mente alumbra algo con un repentino relámpago de luz. Luego el censor interno, normalmente, se apresura a reprimirlos, y es así como vivimos en el mundo de los segundos y terceros pensamientos, pensamientos acerca de pensamientos, a dos o tres niveles de distancia de la conexión inmediata establecida por el primer relámpago.
Pongamos, por ejemplo, que se me ocurrió la frase: Corté la margarita de mi garganta. Acto seguido, mi segundo pensamiento, gracias a un constante adiestramiento en la lógica de 1+1=2, por educación, miedo o embarazo frente a la espontaneidad, sería: Es ridículo. Suena como un suicidio, como alguien que se corta la garganta. No puede ser. Te tomarían por loca. Y entonces, si le dejamos la iniciativa al censor, escribiremos: Me dolía un poco la garganta, y no dije nada.
Respetable pero aburrido.
LA ESCRITURA COMO PRÁCTICA
La mía es la escuela de la escritura como práctica. Como en el caso del correr, más se practica y mejor sale. A veces no nos apetece correr y cada paso de los cinco kilómetros nos cuesta un esfuerzo enorme, pero lo hacemos igualmente. El ejercicio es algo que se hace de todos modos, tengamos ganas o no. No podemos esperar a que llegue la inspiración, que, de improviso, nos entren unas enormes ganas de correr. Nunca sucederá, sobre todo si estamos en baja forma y hemos evitado correr. Pero, si se corre regularmente, se adiestra la mente a superar de un brinco las resistencias, o a ignorarlas. Se hace, y punto. Y, precisamente a mitad de la carrera, descubrimos de repente que nos gusta muchísimo. Cuando llegamos al final, nos cuesta dejarlo. Nos detenemos, y estamos impacientes por empezar de nuevo.
También la escritura es así. Una vez hemos entrado dentro de ella, nos preguntamos qué es lo que nos había frenado tanto tiempo a sentarnos, de una vez, a la mesa de escribir. Con el ejercicio se logra, efectivamente, mejorar. Aprendemos a darle mayor confianza a nuestra propia interioridad, y a no hacerle caso a la voz que quisiera no escribir. Lo extraño es que nadie pondría en duda lo oportuno de que un equipo de balompié se entrene horas y horas cada día para el partido del domingo, en cambio al escribir, es difícil que nos concedamos espacio para entrenar.
Cuando escribimos, no hemos de decirnos: Ahora escribiré una poesía. Esta postura conseguirá el efecto inmediato de paralizarnos completamente. Hay que sentarse a la mesa limitando al máximo las expectativas respecto a uno mismo: Soy libre para escribir las peores porquerías del mundo. Hay que otorgarse espacio para escribir mucho, pero sin una dirección determinada. He tenido estudiantes que decían haber tomado la decisión de escribir la novela más grande de todos los tiempos y, desde aquel día, ya no habían escrito una línea. Si cada vez que tomamos la pluma en la mano esperamos maravillas, lo que se llegue a escribir siempre resultará una gran desilusión. Además, tamaña expectativa resulta, por sí misma, un formidable impedimento para escribir.
Mi regla es llenar un cuaderno al mes. Personalmente, para escribir, me estoy imponiendo continuamente reglas de este tipo. Simplemente, llenarlo. El ejercicio consiste en esto. Mi ideal sería escribir cada día. Cuidado, el ideal. Si no lo consigo, tengo mucho cuidado en no juzgarme negativamente o dejarme invadir por la ansiedad. Nadie vive a la altura de sus propios ideales.
También la escritura es así. Una vez hemos entrado dentro de ella, nos preguntamos qué es lo que nos había frenado tanto tiempo a sentarnos, de una vez, a la mesa de escribir. Con el ejercicio se logra, efectivamente, mejorar. Aprendemos a darle mayor confianza a nuestra propia interioridad, y a no hacerle caso a la voz que quisiera no escribir. Lo extraño es que nadie pondría en duda lo oportuno de que un equipo de balompié se entrene horas y horas cada día para el partido del domingo, en cambio al escribir, es difícil que nos concedamos espacio para entrenar.
Cuando escribimos, no hemos de decirnos: Ahora escribiré una poesía. Esta postura conseguirá el efecto inmediato de paralizarnos completamente. Hay que sentarse a la mesa limitando al máximo las expectativas respecto a uno mismo: Soy libre para escribir las peores porquerías del mundo. Hay que otorgarse espacio para escribir mucho, pero sin una dirección determinada. He tenido estudiantes que decían haber tomado la decisión de escribir la novela más grande de todos los tiempos y, desde aquel día, ya no habían escrito una línea. Si cada vez que tomamos la pluma en la mano esperamos maravillas, lo que se llegue a escribir siempre resultará una gran desilusión. Además, tamaña expectativa resulta, por sí misma, un formidable impedimento para escribir.
Mi regla es llenar un cuaderno al mes. Personalmente, para escribir, me estoy imponiendo continuamente reglas de este tipo. Simplemente, llenarlo. El ejercicio consiste en esto. Mi ideal sería escribir cada día. Cuidado, el ideal. Si no lo consigo, tengo mucho cuidado en no juzgarme negativamente o dejarme invadir por la ansiedad. Nadie vive a la altura de sus propios ideales.
VIVIR DOS VECES
El escritor vive dos veces. Lleva su propia vida cotidiana, y en ella corre como todo el mundo yendo a comprar, atravesando la calle, vistiéndose por la mañana para ir a trabajar. Pero el escritor ha entrenado, al mismo tiempo, otra parte de sí mismo. La que vuelve a vivir todo esto por segunda vez. La que se sienta y vuelve a recorrer mentalmente todo lo que ha sucedido, deteniéndose a observar su consistencia y sus detalles.
Cuando estalla un temporal, todos corren por las calles de aquí para allá con paraguas, impermeables, diarios en la cabeza. El escritor vuelve a salir bajo la lluvia con la libreta de apuntes en la mano y la pluma entre los dedos. El escritor observa los charcos, los ve llenarse, ve como las gotas de lluvia puntúan la superficie. Se podría decir que el escritor se ejercita en ser estúpido. Solo un estúpido se quedaría bajo la lluvia mirando un charco. Si uno es listo, intenta no quedarse bajo la lluvia para evitar los resfriados, y, de todas formas, en caso de enfermedad se ha asegurado de antemano. Si uno es tonto, se interesa más por los charcos que por su propia salud, las pólizas de seguro o la puntualidad en el trabajo.
Por último, uno está más interesado en volver a vivir su propia existencia escribiendo, que en hacer dinero. Bueno, entendámonos: también a los escritores les gusta hacer dinero; también a los artistas, contrariamente a lo que normalmente se piensa, les gusta comer. Sólo que, para ellos, el dinero no es la motivación principal. Personalmente, si tengo tiempo para escribir me siento muy rica, mientras que me siento muy pobre si tengo un sueldo regular pero no tengo tiempo para mi verdadero trabajo. Pensad en ello. El patrono nos da un sueldo a cambio de nuestro tiempo. El tiempo es la mercancía de mayor valor que un ser humano tiene para ofrecer. Trocamos el tiempo de nuestra vida por dinero. El escritor se detiene en el primer paso, el propio tiempo, y le atribuye un valor aún antes de recibir a cambio un dinero. El escritor tiene muchísimo aprecio a su propio tiempo, y no tiene tanta prisa por venderlo. Es como heredar un terreno de la familia. Este terreno siempre ha pertenecido a la familia, desde tiempo inmemorial. Viene alguien y ofrece comprarlo. El escritor, si es listo, no venderá demasiado. Sabe bien que, una vez vendido el terreno, podrá incluso comprarse un segundo coche, pero ya no tendrá un lugar donde refugiarse, ya no tendrá un lugar donde soñar.
Por eso, si queremos escribir, no es malo que seamos un poco tontos. Dentro de nosotros existe una persona a la cual no se le puede dar prisa, una persona que necesita tiempo y nos impide entregarlo todo. Esta persona necesita un sitio a donde ir, y nos obliga a mirar fijamente los charcos bajo la lluvia, casi siempre sin sombrero, y a sentir las gotas que caen sobre la cabeza.
Cuando estalla un temporal, todos corren por las calles de aquí para allá con paraguas, impermeables, diarios en la cabeza. El escritor vuelve a salir bajo la lluvia con la libreta de apuntes en la mano y la pluma entre los dedos. El escritor observa los charcos, los ve llenarse, ve como las gotas de lluvia puntúan la superficie. Se podría decir que el escritor se ejercita en ser estúpido. Solo un estúpido se quedaría bajo la lluvia mirando un charco. Si uno es listo, intenta no quedarse bajo la lluvia para evitar los resfriados, y, de todas formas, en caso de enfermedad se ha asegurado de antemano. Si uno es tonto, se interesa más por los charcos que por su propia salud, las pólizas de seguro o la puntualidad en el trabajo.
Por último, uno está más interesado en volver a vivir su propia existencia escribiendo, que en hacer dinero. Bueno, entendámonos: también a los escritores les gusta hacer dinero; también a los artistas, contrariamente a lo que normalmente se piensa, les gusta comer. Sólo que, para ellos, el dinero no es la motivación principal. Personalmente, si tengo tiempo para escribir me siento muy rica, mientras que me siento muy pobre si tengo un sueldo regular pero no tengo tiempo para mi verdadero trabajo. Pensad en ello. El patrono nos da un sueldo a cambio de nuestro tiempo. El tiempo es la mercancía de mayor valor que un ser humano tiene para ofrecer. Trocamos el tiempo de nuestra vida por dinero. El escritor se detiene en el primer paso, el propio tiempo, y le atribuye un valor aún antes de recibir a cambio un dinero. El escritor tiene muchísimo aprecio a su propio tiempo, y no tiene tanta prisa por venderlo. Es como heredar un terreno de la familia. Este terreno siempre ha pertenecido a la familia, desde tiempo inmemorial. Viene alguien y ofrece comprarlo. El escritor, si es listo, no venderá demasiado. Sabe bien que, una vez vendido el terreno, podrá incluso comprarse un segundo coche, pero ya no tendrá un lugar donde refugiarse, ya no tendrá un lugar donde soñar.
Por eso, si queremos escribir, no es malo que seamos un poco tontos. Dentro de nosotros existe una persona a la cual no se le puede dar prisa, una persona que necesita tiempo y nos impide entregarlo todo. Esta persona necesita un sitio a donde ir, y nos obliga a mirar fijamente los charcos bajo la lluvia, casi siempre sin sombrero, y a sentir las gotas que caen sobre la cabeza.
ESCRIBIR ES UN ACTO COMUNITARIO
Un estudiante me dijo: He leído tanto a Hemingway que temo haber empezado a escribir como él. Le estoy imitando, y ya no reconozco mi voz. No es tan grave. Siempre es mejor escribir como Hemingway que como la tía Berta, convencida de que la mejor poesía de España está contenida en las tarjetas de felicitaciones de Navidad.
Siempre tenemos miedo de estar imitando a otro, de no tener un estilo personal. No hay que preocuparse por ello. Escribir es un acto comunitario. Contrariamente a lo que normalmente pensamos, el escritor no es un Prometeo, aislado en su montaña de fuego. Es una gran presunción la de creernos totalmente originales. En realidad, estamos subidos en los hombros de los escritores que vinieron antes que nosotros. Vivimos en el presente, un presente hecho de historia, de ideas y de bebidas con gas. Y todo esto se mezcla en lo que escribimos.
El escritor siempre está dispuesto a enamorarse. Se enamora de otros escritores, y es así como aprende a escribir. Se apasiona con un escritor, lee todo lo que ha escrito, y luego lo vuelve a leer hasta que entiende cómo se mueve, sobre qué se detiene, cómo ve. He aquí lo que quiere decir enamorarse: quiere decir salimos de nosotros mismos, entrar en la piel de otro. Si conseguimos amar lo que otro ha escrito, esto significa que en nosotros han sido despertadas las mismas capacidades. De esta forma sólo se puede crecer, no hay riesgo de copiar. Los aspectos de la forma de escribir de otro que son parte de nuestra naturaleza serán asimilados, y escribiendo utilizaremos algunos de los mismos trucos. Pero no artificialmente. Quien sabe amar, se da cuenta de que es totalmente uno con el amado.
Por eso escribir no es solamente escribir. Es también relacionarse con otros escritores. Y no hay que ser envidiosos, sobre todo en secreto. Si alguien escribe algo realmente grande, esto sólo quiere decir mayor claridad en el mundo para todos nosotros. No hay que hacer de los escritores otros, diferentes de nosotros. Ellos son buenos, yo doy asco. Esta dicotomía no tiene que existir. Si se crea tal dualidad, es difícil que se mejore. Obviamente, vale también lo opuesto. Si decimos: Yo soy un genio y ellos no, se trata de soberbia que nos hace incapaces de crecer como escritores, o aceptar que nuestros escritos sean criticados. Es suficiente con decir: Ellos son buenos, y yo también lo soy. Esta afirmación nos proporciona un gran espacio. Ellos escriben desde hace mucho más tiempo, y yo puedo seguir un poco sus huellas, y aprender.
Es mucho mejor ser escritores tribales, que escriben para todos y reflejan muchas voces en la propia, que vivir en el aislamiento, a la búsqueda de una miga de verdad en nuestra mente individual. Hay que crecer, expandirse, y escribir abrazando el mundo entero.
Aunque vayamos a escribir solos en medio de las montañas, tenemos que estar en comunión con nosotros mismos y todo lo que nos rodea: la mesa de escribir, los árboles, las aves, el agua, la máquina de escribir. No existe separación entre nosotros y todo lo demás. Es nuestro yo el que nos lo hace creer. Nosotros construimos sobre los cimientos de todo lo que ha sido antes de nosotros, aunque lo que escribamos represente una reacción al pasado o una tentativa de rechazarlo. Aún así, escribimos en la consciencia de lo que tenemos a nuestras espaldas.
Si en nuestro barrio hay otras personas que escriben, es bueno conocerlas y encontrarse, para ayudarse unos a otros. Es muy difícil perseverar en la soledad. Cuando tengo un grupo, les digo a mis estudiantes que tienen que aprender a conocerse unos a otros, y hacer partícipes a los demás de lo que escriben. No hay que dejar que las libretas se acumulen en un rincón. Sacad lo que escribís. Guardad en el desván la idea del artista solitario y sufridor. El sufrimiento es parte de la condición humana. No hagáis que las cosas sean más difíciles de lo que son.
Siempre tenemos miedo de estar imitando a otro, de no tener un estilo personal. No hay que preocuparse por ello. Escribir es un acto comunitario. Contrariamente a lo que normalmente pensamos, el escritor no es un Prometeo, aislado en su montaña de fuego. Es una gran presunción la de creernos totalmente originales. En realidad, estamos subidos en los hombros de los escritores que vinieron antes que nosotros. Vivimos en el presente, un presente hecho de historia, de ideas y de bebidas con gas. Y todo esto se mezcla en lo que escribimos.
El escritor siempre está dispuesto a enamorarse. Se enamora de otros escritores, y es así como aprende a escribir. Se apasiona con un escritor, lee todo lo que ha escrito, y luego lo vuelve a leer hasta que entiende cómo se mueve, sobre qué se detiene, cómo ve. He aquí lo que quiere decir enamorarse: quiere decir salimos de nosotros mismos, entrar en la piel de otro. Si conseguimos amar lo que otro ha escrito, esto significa que en nosotros han sido despertadas las mismas capacidades. De esta forma sólo se puede crecer, no hay riesgo de copiar. Los aspectos de la forma de escribir de otro que son parte de nuestra naturaleza serán asimilados, y escribiendo utilizaremos algunos de los mismos trucos. Pero no artificialmente. Quien sabe amar, se da cuenta de que es totalmente uno con el amado.
Por eso escribir no es solamente escribir. Es también relacionarse con otros escritores. Y no hay que ser envidiosos, sobre todo en secreto. Si alguien escribe algo realmente grande, esto sólo quiere decir mayor claridad en el mundo para todos nosotros. No hay que hacer de los escritores otros, diferentes de nosotros. Ellos son buenos, yo doy asco. Esta dicotomía no tiene que existir. Si se crea tal dualidad, es difícil que se mejore. Obviamente, vale también lo opuesto. Si decimos: Yo soy un genio y ellos no, se trata de soberbia que nos hace incapaces de crecer como escritores, o aceptar que nuestros escritos sean criticados. Es suficiente con decir: Ellos son buenos, y yo también lo soy. Esta afirmación nos proporciona un gran espacio. Ellos escriben desde hace mucho más tiempo, y yo puedo seguir un poco sus huellas, y aprender.
Es mucho mejor ser escritores tribales, que escriben para todos y reflejan muchas voces en la propia, que vivir en el aislamiento, a la búsqueda de una miga de verdad en nuestra mente individual. Hay que crecer, expandirse, y escribir abrazando el mundo entero.
Aunque vayamos a escribir solos en medio de las montañas, tenemos que estar en comunión con nosotros mismos y todo lo que nos rodea: la mesa de escribir, los árboles, las aves, el agua, la máquina de escribir. No existe separación entre nosotros y todo lo demás. Es nuestro yo el que nos lo hace creer. Nosotros construimos sobre los cimientos de todo lo que ha sido antes de nosotros, aunque lo que escribamos represente una reacción al pasado o una tentativa de rechazarlo. Aún así, escribimos en la consciencia de lo que tenemos a nuestras espaldas.
Si en nuestro barrio hay otras personas que escriben, es bueno conocerlas y encontrarse, para ayudarse unos a otros. Es muy difícil perseverar en la soledad. Cuando tengo un grupo, les digo a mis estudiantes que tienen que aprender a conocerse unos a otros, y hacer partícipes a los demás de lo que escriben. No hay que dejar que las libretas se acumulen en un rincón. Sacad lo que escribís. Guardad en el desván la idea del artista solitario y sufridor. El sufrimiento es parte de la condición humana. No hagáis que las cosas sean más difíciles de lo que son.
LA ENERGÍA DE LA FRASE
Diez sustantivos, diez verbos, unirlos... y a ver qué sale.
UN TENDERETE DE ESCRITURA ESPONTÁNEA
Si la escuela, la iglesia, el centro zen o el asilo organizan un bazar, una fiesta o una feria de beneficencia, no debemos sentirnos excluidos. También nosotros podemos contribuir. Es suficiente con poner un tenderete de escritura espontánea. Sólo hace falta un paquete de papel blanco, algunas plumas, una mesa, una silla, y un letrero que ponga: Poesías por encargo, o Poesías al momento, o bien Dadme un argumento, y yo escribiré sobre ello.
Lo he hecho durante tres años con ocasión de la Fiesta de Verano del Minnesota Zen Center. Por timidez, al principio pedía cincuenta centavos por poesía, pero al año siguiente ya había llegado al dólar. La gente hacía cola desde la mañana hasta la noche. El cliente no tenía que hacer otra cosa que darme un argumento: había quien me decía el cielo, quien el vacío, quien Minessota y quien, naturalmente, el amor. Los niños querían poesías sobre el color violeta, sobre sus zapatos o sobre la barriga. Mi regla era la de llenar una cara de una hoja de medida normal, sin borrar y sin pararme a releer. Ni siquiera me preocupaba de organizar lo que escribía en versos y estrofas. Llenaba la hoja como lo hacía con las de mi libreta. Era otra forma de ejercicio de escritura.
En Japón se cuenta de algunos grandes poetas zen que escribían bellísimos Haikou, y luego los ponían en una botella y los abandonaban en la corriente de un río. Para cualquiera que sea escritor, este es un profundo ejemplo de falta de apego. El tenderete de escritura espontánea es el equivalente moderno. Es un ejercicio de desenvoltura y generosidad. Uno escribe, no lo vuelve a leer, y entrega al mundo lo que ha escrito. Más de una vez, mientras escribía, tenía la sensación de haber dado en la diana, pero me limitaba a entregarle la hoja al cliente y pasar a la siguiente.
Chógyam Trungpa dijo que para ser hombres de negocios había que ser grandes guerreros. No debemos tener miedo de nada, y estar preparados para perderlo todo en un instante. El tenderete de poesía espontánea nos brinda la oportunidad de mostrarnos como grandes guerreros: para escribir y luego ofrecer al cliente lo que se ha escrito, hay que saber renunciar a todo. Cuando se trabaja tan de prisa, se pierde todo control sobre lo que se está haciendo. Yo siempre decía mucho más de lo que hubiese querido decir. Siempre tenía miedo de que algún niño me pidiera que escribiera una pieza dulce sobre los caramelos de fruta, y en esos casos, me apresuraba inmediatamente a escribir sobre cómo la barriga, por dentro, se vuelve verde, roja o azul según el caramelo que uno está comiendo.
Pero nunca hay que subestimar a los demás. La gente quiere sentir el sabor de la verdad. Mi tenderete tenía un enorme éxito. Aunque la sociedad americana no ayude de modo especial a poetas y escritores, la acción de escribir es respetada y objeto de sueños secretos. Hace diez años, cuando estaba en Taos, en New México, alquilé por cincuenta dólares mensuales una casa, de ladrillos secados al sol, en bastante mal estado. El propietario había nacido precisamente en aquella casa treinta y seis años antes, y la detestaba. Ahora era un agente de seguros emprendedor y de éxito. Vivía en Albuquerque. Para él, cualquiera que decidiera vivir en aquellos lugares, era una persona a compadecer. Yo, en cambio, amaba aquella casa con todo el entusiasmo de una extranjera. No me importaba que el retrete estuviera en el exterior, que sólo hubiera un grifo de agua fría y que la calefacción fuera de leña. Intenté muchas veces establecer una relación amistosa con el dueño de la casa, cuando él llegaba de la gran ciudad con su cochazo, pero parecía que no había nada que hacer. Vivíamos en dos mundos diferentes. Un día recibí de él un sobre pesado y voluminoso, enviado por correo urgente. Madre mía, pensé, éste quiere subirme el alquiler. Cada vez que mejoraba algo en la casa, él me subía el alquiler. Cuando abrí el sobre, lo primero que vi fue un artículo arrancado de un diario local, en el que se hablaba de una lectura de poesía que había hecho la semana anterior. En cuanto lo vi, pensé: Ya esta, ahora me echa. Y, en cambio, había una carta de Tony García que decía: Querida Natalie, veo que eres una poetisa. Te incluyo veinticinco poesías que he escrito en los últimos diez años. Me gustaría que las propusieras en ocasión de tu próxima lectura pública. Nunca jamás hubiera pensado en la poesía como en un medio para establecer una relación con él.
Hace un año recibí una carta de un tipo de San Francisco. Me explicaba que se había encontrado metido en un feo asunto, y al final se había enrolado en la Guardia Costera. Sólo se había llevado a bordo dos cosas: unas fotografías de sus padres, y la poesía que había escrito para él tres años antes en aquel bazar del Minessota. Ahora le iba bien y estaba haciendo dinero con los ordenadores. Me preguntaba cómo estaba de dinero; si iba corta, le hubiera gustado mucho proporcionarme alguna ayuda. Añadía que siempre guardaba consigo aquella poesía, doblada en la cartera.
Francamente, no tengo la menor idea de lo que escribí en aquella poesía, pero espero que dijera algo bonito sobre los inmensos arces que aquella tarde echaban su sombra sobre nosotros, acerca de la luz que brillaba sobre el lago más allá de la calle, sobre el ruido de los patines de ruedas, sobre la lejana melodía de un saxofón, y sobre lo mucho que me gustaba pasar aquel verano en Minnesota.
Poner un tenderete de escritura creativa es un óptimo ejercicio de renuncia. Abandonaos completamente. Desde ahora en adelante, sed totalmente escritores
Lo he hecho durante tres años con ocasión de la Fiesta de Verano del Minnesota Zen Center. Por timidez, al principio pedía cincuenta centavos por poesía, pero al año siguiente ya había llegado al dólar. La gente hacía cola desde la mañana hasta la noche. El cliente no tenía que hacer otra cosa que darme un argumento: había quien me decía el cielo, quien el vacío, quien Minessota y quien, naturalmente, el amor. Los niños querían poesías sobre el color violeta, sobre sus zapatos o sobre la barriga. Mi regla era la de llenar una cara de una hoja de medida normal, sin borrar y sin pararme a releer. Ni siquiera me preocupaba de organizar lo que escribía en versos y estrofas. Llenaba la hoja como lo hacía con las de mi libreta. Era otra forma de ejercicio de escritura.
En Japón se cuenta de algunos grandes poetas zen que escribían bellísimos Haikou, y luego los ponían en una botella y los abandonaban en la corriente de un río. Para cualquiera que sea escritor, este es un profundo ejemplo de falta de apego. El tenderete de escritura espontánea es el equivalente moderno. Es un ejercicio de desenvoltura y generosidad. Uno escribe, no lo vuelve a leer, y entrega al mundo lo que ha escrito. Más de una vez, mientras escribía, tenía la sensación de haber dado en la diana, pero me limitaba a entregarle la hoja al cliente y pasar a la siguiente.
Chógyam Trungpa dijo que para ser hombres de negocios había que ser grandes guerreros. No debemos tener miedo de nada, y estar preparados para perderlo todo en un instante. El tenderete de poesía espontánea nos brinda la oportunidad de mostrarnos como grandes guerreros: para escribir y luego ofrecer al cliente lo que se ha escrito, hay que saber renunciar a todo. Cuando se trabaja tan de prisa, se pierde todo control sobre lo que se está haciendo. Yo siempre decía mucho más de lo que hubiese querido decir. Siempre tenía miedo de que algún niño me pidiera que escribiera una pieza dulce sobre los caramelos de fruta, y en esos casos, me apresuraba inmediatamente a escribir sobre cómo la barriga, por dentro, se vuelve verde, roja o azul según el caramelo que uno está comiendo.
Pero nunca hay que subestimar a los demás. La gente quiere sentir el sabor de la verdad. Mi tenderete tenía un enorme éxito. Aunque la sociedad americana no ayude de modo especial a poetas y escritores, la acción de escribir es respetada y objeto de sueños secretos. Hace diez años, cuando estaba en Taos, en New México, alquilé por cincuenta dólares mensuales una casa, de ladrillos secados al sol, en bastante mal estado. El propietario había nacido precisamente en aquella casa treinta y seis años antes, y la detestaba. Ahora era un agente de seguros emprendedor y de éxito. Vivía en Albuquerque. Para él, cualquiera que decidiera vivir en aquellos lugares, era una persona a compadecer. Yo, en cambio, amaba aquella casa con todo el entusiasmo de una extranjera. No me importaba que el retrete estuviera en el exterior, que sólo hubiera un grifo de agua fría y que la calefacción fuera de leña. Intenté muchas veces establecer una relación amistosa con el dueño de la casa, cuando él llegaba de la gran ciudad con su cochazo, pero parecía que no había nada que hacer. Vivíamos en dos mundos diferentes. Un día recibí de él un sobre pesado y voluminoso, enviado por correo urgente. Madre mía, pensé, éste quiere subirme el alquiler. Cada vez que mejoraba algo en la casa, él me subía el alquiler. Cuando abrí el sobre, lo primero que vi fue un artículo arrancado de un diario local, en el que se hablaba de una lectura de poesía que había hecho la semana anterior. En cuanto lo vi, pensé: Ya esta, ahora me echa. Y, en cambio, había una carta de Tony García que decía: Querida Natalie, veo que eres una poetisa. Te incluyo veinticinco poesías que he escrito en los últimos diez años. Me gustaría que las propusieras en ocasión de tu próxima lectura pública. Nunca jamás hubiera pensado en la poesía como en un medio para establecer una relación con él.
Hace un año recibí una carta de un tipo de San Francisco. Me explicaba que se había encontrado metido en un feo asunto, y al final se había enrolado en la Guardia Costera. Sólo se había llevado a bordo dos cosas: unas fotografías de sus padres, y la poesía que había escrito para él tres años antes en aquel bazar del Minessota. Ahora le iba bien y estaba haciendo dinero con los ordenadores. Me preguntaba cómo estaba de dinero; si iba corta, le hubiera gustado mucho proporcionarme alguna ayuda. Añadía que siempre guardaba consigo aquella poesía, doblada en la cartera.
Francamente, no tengo la menor idea de lo que escribí en aquella poesía, pero espero que dijera algo bonito sobre los inmensos arces que aquella tarde echaban su sombra sobre nosotros, acerca de la luz que brillaba sobre el lago más allá de la calle, sobre el ruido de los patines de ruedas, sobre la lejana melodía de un saxofón, y sobre lo mucho que me gustaba pasar aquel verano en Minnesota.
Poner un tenderete de escritura creativa es un óptimo ejercicio de renuncia. Abandonaos completamente. Desde ahora en adelante, sed totalmente escritores