A mi amiga Trini, que en el Taller de Escritura Creativa de Garciaz, escribió el primer pensamiento, que puedes encontrar pinchando aquí, y del que se sigue este texto de mi autoría.
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La pelirroja de ojos nocturnos conduce a toda velocidad, como ha hecho ya en otros días de niebla, como hará ciertamente cualquier día del mañana, cuando la irrenunciable necesidad de buscarse a sí misma llame a la puerta y la invite a dar ese largo, larguísimo paseo que termina siempre en ninguna parte. Va por una carretera comarcal a más de ciento ochenta y cinco kilómetros por hora, y como el primer día del otoño va tintando de ocre todo lo que toca; en lo prohibido, hacia aquella línea del horizonte que se aleja, se aleja, se aleja por siempre, amén.
Sus ojos golpean el retrovisor segundo sí, segundo no. Tienen el caminar esquivo del centenario reloj del ayuntamiento, la conocida lágrima de una noche de ronda, borracha de tristeza, ejercitando el equilibrio sobre el delgado cable del alfeizar del párpado. Su rostro se contrae desacompasadamente: un aquí de dolor, una allá de rabia, cada vez que mira la profundidad de lo que va quedando atrás. Hay una larga y eterna recta delante, bajo un cielo blanco agrisado sin nombre, arriba. Cabrón, malnacido; así no, mejor sola, dice. La furia, desde el asiento del copiloto, le sigue los pasos; y calla, acongojada.
A ambos lados de la carretera la tierra toma el color de la extrañeza. El olor de los estercoleros se levanta en fétidos remolinos invisibles. Las bocas buscan en vano la suave humedad del beso. Las manos recrean en la memoria la consistencia del esparto. Y hay también un lúgubre tañido de campanas, al lado de aquella casa que parece sin luz, allí, en medio de la llanura tachonada de cepas, empequeñecida por la distancia, más allá del ruido, en el hueco de una vida que apenas puede mantenerse en pie. En el horizonte se dibuja la silueta de un castillo.
El coche se detiene frente a la muralla. Pero ella no quiere mirar arriba. Las alturas de la guerra siempre le producen acidez, desde niña, y luego dolor de estómago, y finalmente una tirantez en la nuca, como si llevara un fardo demasiado pesado para ella. La vista salta desde la montaña al abismo de la llanura. Abajo el puente romano siembra meandros como canciones tristes de Navidad. Los familiares se cogen de la mano para pasear: abuelos, esposos, novios. Los ojos nocturnos de la pelirroja lo miran todo tras una cortina de lágrimas que no acaba de amanecer. Mierda, grita.
Y se da la vuelta, lentamente, como si temiera descubrir el horror. Y cierra los ojos, y ni una brisa hay que le avente el cabello, ni un pájaro en el aire que disimule la quietud de las cosas, nada reptando, arrastrándose, andando, corriendo, hoyando la tierra. Hay, eso sí, un silencio como de polvo y tumba. Y abre los ojos sobre la piedra del castillo, solo en su altura de la Historia, lejos de su pasado grandioso. La puerta está abierta. Nadie en las almenas, nadie tras las ventanas, ni un estandarte: nada. Estás solo y cansado, como yo, dice.
Y se pone en marcha, como un peregrino, con la certeza de lo inabarcable bailándole en el corazón malherido. Y arrastra los pies como quien no tiene fuerzas ya para nada más que para este cansino caminar sin esperanza, hacia el corazón en ruinas del castillo. Entra sigilosamente. Hay escaleras rotas que quieren subir a estancias que el tiempo ha vaporizado, escaleras que se quedan así, suspendidas en el vacío absoluto. El pozo está ciego. La herrumbre viste cada metal, y la hierba alta campea en el foso de los gladiadores. Estás solo, por dentro y por fuera, como yo, dice.
En el vídeo que se sigue Trini lee el cuento, su cuento, tras una semana de trabajo desde su primer pensamiento apuntado en la dedicatoria. Y yo leo una primera redacción de este primer pensamiento que ella escribió y tú ahora acabas de leer.
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