A mi amiga, la escritora Montaña Ávila Solís, que en el Taller de Escritura Creativa de Garciaz, escribió el primer pensamiento, que puedes encontrar pinchando aquí, y del que se sigue este texto de mi autoría.
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La foto es propiedad de Montaña Ávila Solís |
Los domingos el despertador de Juanita remolonea en su silencio de festivo. Así que es el alboroto de los muchachos jugando en la calle quien la despierta. Si los niños se han ido al polideportivo, a las afueras del pueblo, y el silencio acampa en su ventana, es su cuerpo el que se pone en marcha solo. Pero Juanita no se levanta nada más abrir los ojos, se queda en la cama, mirando las musarañas del techo que a veces son azules, otras blancas, y la mayoría de las veces grises, como este mundo que parece cosido con hilos de ausencia.
Las musarañas invisibles que cuentan cuentos y chismes le gustan a Juanita. Así que si miras con atención la puedes ver con una cara de agosto en fiestas que da gusto verla. Otra cosa es cuando tiene que hacer la colada: ahí va con un caminar pausado, casi arrastrando los pies, como si estuviera en un mal sueño. Juanita, mientras la ropa da vueltas y vueltas en el tambor de la máquina, prepara un café, saca del congelador unos churros, los fríe… y se deja llevar por su amiga la tranquilidad. Ahí puedes pensar que se aburre, y no hay tal.
No, que el desayuno de los domingos no es el desayuno de los días de diario. Es un tiempo en el que no caben los malos pensamiento, en el que la búsqueda de la solución a lo irresoluble, que eso es el trabajo, un sin vivir, no tiene cabida. Sólo la vieja lavadora, con su recorrido de más de una hora y media, pone coto al mundo de su desaforada imaginación. Así que Juanita se entretiene en pasar un paño por los muebles, hace la cama – aquí entre nosotras odia hacer la cama -, y, algunas veces, hasta barre el suelo.
Juanita no canta nunca mientras hace estas ineludibles faenas de la casa. Tiene en estos menesteres siempre la seca cara de ese policía de tráfico cabreado que sabes que te va a multar seguro, esa expresión ácida y desabrida del maestro de pueblo de toda la vida que está a punto de soltarte una buena reprimenda; una regañina que nadie duda que mereces, desde luego, que las travesuras, más la gamberradas, aunque sean cosas de niños y adolescentes, son siempre malos hábitos, viejas y retorcidas sendas del mal. Otra es la cara de Juanita cuando sale con la bicicleta al campo.
Sube a Peña Lobera, los cascos puestos, cantando a voz en grito, que más de uno dice que esta chica está zumbada. Mira el paisaje. La casa de Lenzo y Launa, allá, en la libertad del campo, junto a los árboles. Y la hierba, y el olor a jara… Luego regresa al pueblo, se detiene en el molino. Ahí deja de cantar, se quita los cascos, escucha el viento que juega al escondite con las aspas, y las mueve, y alza ese sonido tan antiguo que a Juanita le gusta tanto. Desde ahí ella mira el mundo entero, su pequeño mundo.
Ahí, yo lo sé, ella siente la angustia de tener que hacer siempre lo que se debe, casi nunca lo que se quiere. ¡Ah, y mi nombre es Libertad!
En el vídeo que se sigue Montaña lee el cuento, su cuento, tras una semana de trabajo desde su primer pensamiento apuntado en la dedicatoria. Y yo leo una primera redacción de este primer pensamiento que ella escribió y tú ahora acabas de leer.
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